Protocolo de emergencia

Este momento tenía que llegar. Lo sabía. No dudaba que acabaría pasando. No tenia claro cuando, pero sabía perfectamente qué. O el qué. Y aquí estoy, afrontando lo inevitable. Pero bueno, estoy preparado. Es lo bueno de tener cierta capacidad de anticipación.

Hay que contar siempre con un protocolo de emergencia. Tener a punto un plan A para, dado el caso, ponerlo en práctica y al menos salvar los muebles. Sí, los muebles son importantes. En los muebles se guardan cosas vitales: las llaves, dinero, documentos, pedazos de papel con números de teléfono de gente clave, fetiches, lápices, mecheros. Sin muebles todo acaba esparcido por el suelo, bajo riesgo de pisarlo, darle patadas al andar a oscuras, extraviarlo o perderlo definitivamente. Sí, los muebles son, sin duda alguna, prioritarios.

A ser posible hay que tener, además, un plan B. Esta vez, de todas maneras, creo que con el plan A bastará. Mejor, porque ahora mismo no dispongo de ese plan alternativo.

Bien. Llegado este punto, parece que lo que se impone es la confesión: ¿Qué es lo que ha acabado pasando? ¿Qué es lo inevitable? ¿Qué es eso que fuera de todo control y voluntad personal ha acabado aconteciendo?

No, no es nada de lo que estais pensando. Tú, sé que crees saber por donde voy. Pues no, te equivocas. Y tú lo mismo. Y tú, como me conoces, ya estás diciéndote que a ver si esto va de que… pues no, tampoco. Lo siento pero no es nada de eso.

Lamento haberos decepcionado. Porque lo estais, lo sé, estais decepcionados porque a estas alturas es ya muy evidente la naturaleza del hecho en cuestión. Yo también estoy decepcionado, pero por otras razones obvias. Y no me gusta estar así. Ni que vosotros esteis así por mi culpa. Pero ya os lo he dicho al principio: tenía que pasar y ha pasado. Lamentarse es inútil. Así son las cosas.

Al menos el dato positivo está ahí: el protocolo de emergencia ha funcionado. Al menos esta vez. Veremos qué pasa la próxima.